Faenando por un sueño: de niñera a un matadero

El patio de La Casa de las Luces está en su plenitud mientras cae la tarde de sábado. Mucha gente, calor, alcohol y pizzas. Saboreo un Fernet recién armado cuando una frase ajena me saca de la conversación en que pretendo participar: “Trabajo dos veces por semana en un matadero…” Rápidamente identifico al interlocutor, dejo el vaso apoyado en la mesa y atravieso el deck de madera con tres zancadas.

—Disculpá que me meta, ¿pero acabas de decir que trabajas en un matadero?

—Eeeeeh, sí…— el pibe es amigo de amigos y lo vi pocas veces antes, pero eso no me impide atosigarlo con mis preguntas haciendo caso omiso a su perplejidad.

—Pah… ¿y tenés idea si están tomando gente? Necesito trabajar en alguno de los sectores críticos para aplicar a la Visa Covid.

—Creo que sí, te averiguo.

La conversación naufraga inconclusa como suelen hacerlo las charlas nocturnas, pero de alguna manera se abre una ventana que hasta ahora no había contemplado en el abanico famélico de posibilidades para quedarme trabajando legalmente en Australia.

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Cuando llegué a Melbourne en marzo de 2020 tenía pensado trabajar un año con la Work & Holiday Visa para después seguir viajando libremente. Nueva Caledonia, Vanuatu e Islas Salomón se asomaban en el horizonte aventurero, pero como a todo el resto del universo, la pandemia me hizo recalcular sobre la marcha y adaptarme a las circunstancias.

Hasta principios de febrero el plan era perfecto: iba a seguir trabajando como niñera con la misma familia que el año pasado, que además me contratarían como secretaria de su clínica médica. Una vez que mi Work & Holiday expirara, ese trabajo me habilitaba a aplicar a la Visa 408 (COVID), ya que catalogaba como sector crítico para el gobierno australiano. Iba a seguir a cargo de les niñes pero agregando responsabilidades y garantizando un año extra de derechos laborales en Australia. Sin embargo, a escasas semanas que mi visa expirara, mi jefa me informó que el contrato no iba a ser posible y me vi obligada a renunciar para buscar otro trabajo.

Trabajando como niñera
Así se terminaron todos los privilegios de la #WorstNannyEver pero también los dolores de cabeza.

Anotada la primera moraleja del año: cuando el plan parece perfecto, dudá.

Como si fuera una acróbata que en plena pirueta le sacuden el trapecio, tengo que reacomodar cadera, expectativas y habilidades para caer parada con el menor impacto posible. Malabareando con las distintas posibilidades de visados, decido jugarme la ropa para aplicar a la Visa 408 de todas maneras, pero para eso necesito un tipo de trabajo particular.

A raíz de la pandemia, el gobierno australiano promovió esta visa sin costo que permite hasta un año de estadía en tierra de canguros en la medida que trabajes en alguno de los cinco sectores críticos: agricultura, procesamiento de comida, cuidado de ancianos, infancia o salud. Al carecer de certificado habilitante para muchos de estos roles, mis posibilidades se reducen a las primeras dos opciones. Si a eso le sumamos mi intención de seguir viviendo el Melbourne y evitar mudarme al medio del campo, todo se simplifica a un único sector: procesamiento de comida.

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Tic, tac, tic, tac, tic, tac.

Los días pasan y la presión de una visa a punto de expirar me ahoga. Me siento una máquina de tomar malas decisiones, nada sale como espero y la frustración me enceguece. Aplico a cualquier cosa, los filtros iniciales desaparecen y ni hablar de las expectativas salariales. “¿Podés trabajar con animales vivos?” Puedo. “¿Y con animales muertos?” Claro. “¿Tenés acceso a un vehículo particular?” Me compro. “¿Qué tal manejar a las 3 de la mañana y hacer turnos de 12 horas?” Sin problema.

Perdida, desesperada, confundida, agobiada. El manotazo de ahogado es un mensaje de Facebook a alguien que ofrece inicio inmediato en un matadero a 60 kilómetros de mi casa.

—Para comenzar a trabajar tienes que darte la vacuna para la gripe Q y hacer unos exámenes de sangre. Sale AUD 460 y tienes que pagar en efectivo. Una vez que tengas eso pronto me mandas una foto del recibo y yo te envío los papeles para la visa.

Todo suena turbio: el personaje de Facebook, la gripe Q, el pago en efectivo, los papeles para la visa. Sin embargo, cuando la desesperación es grande también son los riesgos a tomar, y me tiro de cabeza a la piscina sin saber cuánta agua hay.

vaca en el matadero mirando a través de la reja
Todavía ni siquiera soy capaz de pensar en lo que puede involucrar ese trabajo. (Imagen Shutterstock)

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Desde el estacionamiento empiezo a calcular la cantidad de trabajadores según los autos que llego a contar en el aire: por lo menos doscientos. Son las seis de la mañana y, gracias al horario de verano, el sol todavía está lejos de aparecer en el horizonte. El primer edificio a la derecha tiene pinta de sector administrativo y a la izquierda está el centro de procesamiento, donde desde alguna rendija puedo chusmear los ganchos prontos para recibir vacas destripadas. No tengo idea a dónde ir así que sigo la fila de zombis que se arrastran desde el estacionamiento hasta un tercer edificio al fondo del predio. Ahí marcan el ingreso en unas pantallas, comen algo en la cafetería y pasan a los vestuarios.

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Un gordito simpaticón, típicamente australiano de chistes básicos y acento cerrado, nos llama desde un cuartito con un Power Point proyectado en la pared. Dos chinas, un chino, un par de birmanos, otro de malayos y yo, componemos el grupo de nuevos ingresos y esta muestra me sirve de evidencia para entender la composición étnica de la planta: trabajadorxs casi exclusivamente asiáticxs y supervisores 100% australianos.

El jefe alterna chistes entre explicaciones y reglas de trabajo, pero ninguno de los interlocutores parece entenderlo, ni a su humor ni a su inglés. Finalizada la presentación casi escolar, nos lleva hasta la recepción para recibir los uniformes y entrar al kill floor (la traducción sería algo así como “sala de asesinatos”).

Pantalón y remera blanca, botas de goma, guantes de lana y por encima otros de látex, delantal y mangas de plástico, tapabocas y gorra para cubrir el pelo. Dejo en el casillero de un vestuario femenino minúsculo todas mis pertenencias personales, incluyendo el anillo y la pulsera que jamás me saco. Abandono también mi nombre, individualidad, idioma y necesidades. No soy más Franca Levin, la uruguaya viajera: a partir de ahora soy 50312.

mi apariencia en el espejo trabajando en el matadero
Cada vez que en un descanso puedo ir al baño y mirarme en el espejo, hay una Franca en el reflejo que no logro reconocer.

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La planta es un galpón con un laberinto que cae del cielo: la cinta de procesamiento avanza y se bifurca zigzagueando entre plataformas móviles, pasarelas, sierras eléctricas, cuchillos afilados y muñequitos blancos que repiten una y otra vez el mismo movimiento. No les interesa mostrarme todo el proceso y directamente me asignan una posición donde la vaca se parece más a un asado que a un animal en el campo. La encargada de orientarme es Cho, una birmana de metro y medio de ternura. Cho me explica la tarea con gestos y algunos gritos que apenas entiendo por el atronador chirrido de las máquinas. La mayoría de lxs trabajadorxs tienen protección para los oídos y rápidamente entiendo que me falta el chirimbolo más importante en el disfraz de carnicera.

Mi tarea es sencilla pero tramposa: chequear que no quede nada de la médula espinal en la columna de la semi-vaca que me pasa por la cara cada 10 segundos. Muchas veces no tengo que hacer nada, pero más a menudo de lo que me gustaría quedo colgada como Chaplin en Tiempos Modernos, intentando cortar la médula con un cuchillo mal afilado e invadiendo el espacio de Willy, el sudanés a mi derecha que continúa la línea de producción. Mientras tanto, grasa y sangre vuelan por los aires para aterrizar, en el mejor de los casos, en las partes de mi cuerpo cubiertas de plástico.

Pensaba que había dejado toda mi individualidad en el casillero del vestuario hasta que encuentro un respiro para afilar el cuchillo y sin premeditarlo me miro el antebrazo izquierdo. La manga de plástico totalmente empapada está pegada a la piel y deja traslucir el tatuaje que me hice hace unos meses. La máquina de escribir, a través del plástico blancuzco con gotas de sangre, me recuerda que más allá de la posibilidad de quedarme en Australia trabajando legalmente, lo que tengo por delante es la oportunidad de escribir sobre un universo que jamás imaginé pisar.

el tatuaje de la epifanía en el brazo izquierdo
De alguna manera, el tatuaje me facilitó una epifanía de mi rol en este lugar.

Esto recién comienza.