El puente Manhattan queda atrás y el tren vuelve a adentrarse en la oscuridad del mundo subterráneo. Nunca fui fanática de viajar en subte porque el mapa mental que guía mi rumbo se mete en una licuadora: una vez afuera soy incapaz de caminar en el sentido correcto. SIn embargo, a medida que la escalera mecánica me devuelve a la superficie veo que eso no será problema hoy: el Barclays Center, pabellón deportivo de los Brooklyn Nets, emerge como un monstruo ante mis ojos.
This Stop: Playoffs[1] es el eslogan que invita a acompañar al equipo local esta noche, tercer juego de la serie contra los Philadelphia 76ers. Letras negras, gruesas y desprolijas sobre un fondo de ladrillo blanco juegan a ser grafiti en una ciudad tan marcada por el arte callejero como Nueva York. Esto lo entendí hace unos días, mientras caminaba por el barrio de Bushwick, también en Brooklyn. Si bien por toda la ciudad los murales nos sorprenden e interpelan, en este barrio se da algo particular. Joseph Ficalora, un jóven que creció entre sus calles desiertas y paredes frías, es el fundador del Colectivo Bushwick: una galería a cielo abierto que año a año convoca a artistas callejeros de todo el mundo a dejar su marca en lienzos de ladrillo. Me perdí fácil en el laberinto de una zona industrial que no tenía nada especial hasta que sus muros desnudos se entregaron al arte. Hay un grafitti que resume la filosofía del barrio, ocupado mayoritariamente por hispanos: walls are for painting, not dividing[2].

Los Nets se mudaron desde Nueva Jersey a Brooklyn en 2012, por lo que todavía buscan generar un sentido de pertenencia en tierra donde los New York Knicks son dominadores históricos. El arte callejero parece ser un canal para generar en el público local cierta identificación y empatía.
Mi cabeza vuelve al aquí y al ahora: acróbatas disfrazados de jugadores dibujan garabatos en el aire en una cancha improvisada en la entrada del Barclays Center. A mi lado, un nene de 7 u 8 años juega con sus dedos para controlar la ansiedad. Después de encestar un triple en medio de cuatro piruetas, los gimnastas se retiran y dan paso a unos roperos de dos metros y 150 kg que invitan al púbico a tirar. De ahí viene el estado de excitación del nene, es el primero de una fila de la que formé parte sin darme cuenta.
¿Será uno de los miles de chicos que todas las tardes invaden las canchas barriales? Mientras que en Chelsea o en el Upper East Side es más común ver gorras y guantes de béisbol, cerca de los complejos de viviendas del Bronx, Queens o Brooklyn las canchas de básquet ganan por goleada. Son pibes que crecen con la mirada puesta en estos focos y el sueño de algún día llegar la NBA. Para muchos, lo más cerca será tirar unos libres a los pies del Barclays Center.

Tenía más o menos la edad de este chico cuando tuve mi primer contacto con la pelota naranja. En Costa Azul, balneario uruguayo donde era tradición veranear con mi familia, habían puesto un aro de básquetbol. Estaba indignada con aquel poste de hormigón al que le faltaban dos palos para ser arco de fútbol. Pero antes de darme cuenta ya contaba atardeceres al ritmo de la naranja picando. Imaginaba rivales molestando, hinchas alentando y relojes con la cuenta regresiva de un partido que se extinguía con derrota. No siempre era la heroína, pero gozaba cada instante en que el mundo se suspendía hasta que la bola atravesara, o no, la red.
Veinte años después acá estoy. Ya no es el poste de hormigón con tabla de madera, los espectadores dejaron de ser imaginarios y no tengo que ir a buscar la pelota después de tirar. Sin embargo, el primer intento es propio de una niña de 4 años y no de alguien que practicó deportes toda la vida. Le atribuyo la culpa a la pesada mochila y para el segundo tiro me la saco. Con ella también me desprendo de los ojos que siento clavados en la nuca y me transporto a la calma de los veranos en el balneario que me vio crecer. Con las piernas levemente flexionadas, envuelvo la pelota formando una T con las manos y disparo. La parábola es casi perfecta y va derecho a embarazar la red. Ahora le toca a las estrellas.

Los Nets dominan el inicio del partido y el público se entusiasma. Los sonidos se mezclan y superponen en una cadena sin fin: la bocina de posesión, el festejo de gol, el coro defense-defense [3], los chillidos de las zapatillas contra el parqué y hasta el pique de la pelota, que parece llevar un micrófono escondido entre sus más de 9 mil puntitos. El técnico visitante pide minuto de tiempo, la música estalla desde cada rincón y los acróbatas vuelven al ataque con banderas de GET LOUD[4]. El público se para, grita, y revolea la toallita de cortesía que descansaba en perfecto equilibro en el respaldo del asiento.
Bocinas, gritos, luces, pantallas: puedo estar hablando de un partido de NBA o del centro de Manhattan. Lugares donde el silencio es una falta de respeto o muestra de debilidad. Hace una semana volví a pisar Times Square después de nueve años y sentí el mismo vértigo que la primeza vez. Un camión de bomberos esquivando taxis y bicicletas me despertó la duda si sería una emergencia real o un gato en un árbol. Un móvil policial salió disparado en la dirección contraria. Un homeless [5] discutía con el aire, escupiendo insultos y revoleando los brazos en todas direcciones. Un grupo de raperos se desafiaba con rimas en la escalera del subte. Una pantalla me recordaba que faltaban 2 días, 3 horas y 6 minutos para la octava temporada de Game of Thrones. Un Audi atacaba con la bocina a los peatones que cruzaban con luz roja. El martillo eléctrico de los obreros me hacía cosquillas en pies y oídos. Times Square es un show ininterrumpido que ataca a los cinco sentidos.

Maldigo a la cerveza que me obliga a ir al baño en los momentos más inoportunos: LeVert acaba de clavar un triple que deja a los Nets a solo un punto. Aunque quedan 9 minutos, que en idioma basquetbolístico pueden ser 20, aguanto las ganas hasta que llegue el entretiempo. Sin embargo, los otros miles de espectadores comparten mi brillante y original razonamiento y los pasillos se transforman en una peregrinación a baños y puestos de comida. Bajar las escaleras apurada tiene incluso mayor grado de dificultad que esquivar turistas atravesando el puente de Brooklyn en bicicleta. Porque siempre, en cualquiera de las dos situaciones, hay alguien que no respeta los espacios y quiere una foto en el momento y lugar menos indicado.
Los Brooklyn Nets regresan a la cancha para el segundo tiempo, pero el espíritu competitivo y hambre de ganar quedaron en el vestuario. Cada vez que Philadelphia ataca tengo la certeza de que va a terminar en un triple de Redick o una hundida infernal de Ben Simmons. Pero cuando le toca a los Nets, la pelota se transforma en una de esas enormes que se usan en pilates y el aro se come un hongo de Mario Bros que lo hace diminuto. Los Sixers aprovechan la ausencia espiritual del rival y se escapan en el marcador: la derrota es inevitable.

Suena la campana final y los jugadores rápidamente se van a los vestuarios. El público había empezado a mermar varios minutos antes y ahora sale el resto, pensando en ir a tomar una cerveza o acelerando el paso para llegar a ese tren que los lleve de vuelta a casa. Tal vez es la costumbre rioplatense de vivir el deporte con un estrés que coquetea con fallas cardíacas, pero no deja de sorprenderme la apatía y despreocupación de estos hinchas.
Mientras busco la salida, me sorprendo de estar sonriendo. Una felicidad espontánea que no condice con la remera de Brooklyn que tengo puesta. Bajo la mirada y me muerdo el labio para evitar que la sonrisa siga ganando terreno en mi cara, pero es una batalla sin sentido. La Franca que está saliendo por la puerta principal del Barclays Center no soy yo, es la niña que cada domingo se rebelaba contra la hora de dormir para ver por televisión los resúmenes de la NBA. Capaz, este cosquilleo que florece en hoyuelos profundos y ojos achinados, es lo que pasa cuando cumplis un sueño.
[1] “Esta parada: Playoffs”. Instancia en que los mejores 16 equipos de la temporada regular de la NBA se enfrentan en series eliminatorias al mejor de 7 juegos, hasta determinar quién es el campeón.
[2] “Los muros son para pintar, no para dividir.”
[3] “Defensa-defensa” es un típico canto de las tribunas de NBA cuando el equipo visitante ataca.
[4] “HAGAN RUIDO”
[5] Persona sin hogar, que vive en la calle. Son un triste patrimonio de NYC.
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