(Este relato es la continuación de Tener COVID después del COVID)
Hace cinco días que es domingo y recién estamos a mitad de camino. Aunque mi computadora me diga que son casi las cinco de la mañana de un miércoles laborable mientras intento ganarle la pulseada al insomnio descargando tormentas en el teclado, a mí no me engañan. Estoy viviendo el más eterno, letárgico y reconfortante de todos los domingos.
El jueves pasado, último día distinguible previo a esta masa pegajosa de vueltas al reloj monótonas, inútiles y extrañamente placenteras, se dio una situación en La Casa de las Luces que rozó lo surreal -por no decir que se hundió de lleno en una total y absoluta ridiculez-. Después de pasarnos casi dos años haciendo todo lo posible por evitar contraer COVID, bastó que uno de los integrantes del hogar se contagiara para que la percepción del virus dé un vuelco y no veamos con tan malos ojos testear positivo. Claro que en ningún momento entró en juego la posibilidad de realmente enfermarnos y pasarla mal, sino que, ante la convicción de que el contagio sería inevitable durante la convivencia, cuanto antes diéramos positivo, antes saldríamos del encierro: matemática pura. De esta manera, sea por la confianza ciega en las vacunas, el encantamiento de aún creernos jóvenes todopoderoses o la lisa y llana estupidez que muy a menudo nos caracteriza, una parte de nosotres hizo el test con el deseo interno de que sea positivo. El resultado fue parejito: cuatro para cada lado, como si Dios COVID fuera el abuelo que pone los vasos en fila cuando sirve Coca-Cola para que todos los nietos tomen lo mismo, La Casa de las Luces encontró un equilibrio tan incómodo como inesperado.

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El tapabocas cuelga del pestillo para no olvidármelo cada vez que salgo de la cueva. Aunque intento permanecer el mayor tiempo posible adentro de mi habitación, justo ahora empezaron los días soleados en la consistentemente nublada, fría y ventosa Melbourne. El patio es terreno permitido: aire libre y suficientes metros cuadrados para mantener distancias. Sin embargo, es evidente que sostener 10 días estos cuidados va a ser un desafío demasiado exigente para nuestras mentes acostumbradas a romper las reglas más que a seguirlas. Ni hablar cuando nos cruzamos en el pasillo de un metro de ancho o intentamos coordinar los apetitos para usar la cocina. No hay alcohol en gel, triple máscara o toallitas desinfectantes que banquen tanto movimiento de gente boluda. Solo nos queda confiar con fe religiosa en que la carga viral sea lo suficientemente leve como para no infectar a los que ya testearon negativo.
Mientras tanto, desde el gobierno australiano batallan cada minuto entre brindarnos diariamente con lo necesario para mantenernos en aislamiento y superar las dificultades de comunicación entre sus despachos. Por un lado, nos llegan kilos de comida, cientos de tapabocas, frascos de alcohol en gel y un generoso pago de AUD 1500 por la imposibilidad de ir a trabajar. Por el otro, llaman cada media hora con información atrasada, advirtiendo de contactos estrechos cuando hace rato testeamos positivo o bajando línea de reglas que hace días perdieron vigencia. Si alguna vez se preguntaron por qué Australia no es una potencia mundial a pesar de su solvencia económica, tal vez esta experiencia les da una pista.

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Agustín encontró un grupo de grandulones con nostalgia adolescente para jugar al Counter Strike o Age of Empires online. A veces, Daniel lo deja usar el PlayStation en su habitación y ambos se pierden en el mundo gamer impasibles al movimiento de la casa y las horas del día. Mercedes elige una canción nueva por día para aprender en el ukelele y cuando viene el Tano a visitarla tocan juntos a una puerta de distancia en el patio del frente. Julien limpia la casa, corta el pasto o pinta la cerca. Jamie intenta una y otra vez encontrar la motivación para tocar la guitarra sostenidamente, por ahora con dudoso éxito. Cada une atraviesa el encierro eludiendo el aburrimiento con las estrategias que tiene más a mano. En lo personal, paso de leer a escribir y de escribir a leer. Cada tanto, con suerte, agarro la cámara de fotos que compré el año pasado -y todavía no aprendí a usar en serio- para documentar algunas escenas de esta cuarentena en comunidad. El eterno domingo de aislamiento nos sienta en la mesa con nuestros propios miedos, ansiedades, pensamientos u oscuridades, y el tiempo es eso que pasa mientras intentamos desviar el foco de la discusión.

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