Ocam Ocam y el diamante de piedra: Black Island

Llegar

Javi acelera y yo siento que se me vuela el casco. Son unos vanguardistas en seguridad vial los filipinos: el casco me queda bailando y le falta una pieza al enganche bajo el mentón, así que improviso un nudo poco efectivo. Pasamos New Busuanga y deberíamos estar cerca, la noche está cerrada y casi no se ve gente en la vuelta.

─Me dijo el Pancho que hay un cartelito blanco que marca la entrada.

─Pah, te la regalo ver algo acá. Dejame fijarme en el GPS.

Saco el celular de la riñonera, con especial cuidado de que no se me deslice carretera abajo y se pierda en los matorrales que acompañan la ruta.

─Che Javi: o mi GPS está re perdido, o pasamos la entrada hace rato.

─Venga tía, ¿en serio? Paremos a preguntar.

─¿Preguntar a quién? Dale, es acá nomás. Demos la vuelta, voy con el celular en la mano y te aviso cuando haya que doblar.

A la tercera vez que pasamos por el cartelito blanco logramos verlo. Marca la entrada a una carretera de tierra que sube y baja un cerro. Ideal para adentrarse a las 8 de la noche y después de un día excesivamente lluvioso.

Cartel señalando el camino hacia Ocam Ocam.
Años buscando a Wally no son nada en comparación a encontrar el dichoso cartel blanco.

Despertar

Me da la sensación que amaneció hace rato, pero por ahora no me puedo levantar. Este lujo de colchón y tul-mosquitero no se da todos los días y mi cuerpo quiere aprovechar cada segundo.

Los gritos de los cuatro nenes que juegan a carreras de cangrejos justo al lado nuestro, me terminan de empujar hacia afuera de la cama. Pienso en mi sobrino Dante, fanático de los autitos y las carreras. Hicieron una especie de canaleta y sueltan a los cangrejos capturados desde una botella. Toma pa’ vos, Hot Wheels.

Niños jugando en la orilla.
Divinos los gurises, meta grito a las 7 de la mañana.

La playa amarilla se extiende a ambos lados de donde estamos, las palmeras llenas de cocos se encorvan hacia la orilla y las olas rompen a lo lejos. Si no fuera por las algas que juegan a ser alfombra en los primeros 200 metros de costa, sería definitivamente un paraíso. De todas maneras, la paz de este lugar es abrumadora.

Costa de Ocam Ocam
En Filipinas conviven los extremos: de las ciudades más caóticas a la tranquilidad absoluta.

La sorpresa

Cerramos en $500 cada uno y viene el bote a buscarnos. No tengo mucha idea de a dónde vamos o qué esperar. Creía que venir a Ocam Ocam ya era un fin en sí mismo y no había nada más por la vuelta.

Llegando a Black Island
A medida que nos acercamos empiezo a entender el nombre.

Se llama “Black Island” por la piedra caliza oscura que domina toda la isla. El bote avanza y aquello que de lejos no despertaba mucho interés, dispara mis ojos para todos lados. La piedra sube vertiginosamente, entreverándose con yuyos y arbustos que salpican de verde tanta oscuridad. Los tonos turquesa del agua cerca de la orilla chocan contra la negrura de la roca. A lo largo, la arena blanca y fina, custodiada por palmeras y pequeños quinchos con mesas y bancos para pasar la tarde de picnic. No sé si existe una imagen perfecta del paraíso, pero debe ser muy parecida a esta.

Piedra inmensa, arena blanca y agua turquesa.
Cuánto más cerca estamos, menos creo lo que estoy viendo.

Como si fuera poco, a metros de la orilla hay un arrecife de coral ideal para perderse persiguiendo cardúmenes. Peces de colores por todos lados y alguna estrella de mar por ahí perdida. Javi y Fran me cuentan que si vas nadando hacia la izquierda, dando la vuelta a las rocas, hay otras dos pequeñas playas totalmente desiertas. Me gustaría ir, pero no confío en mis habilidades acuáticas como para mandarme sola.

Increíble el color del agua.
Podría estar horas nadando por encima del coral.

Explorar

El muchacho no emite comentarios, pero nosotros lo seguimos, depositando una confianza ciega. Llegamos a la base de la montaña rocosa y la piedra caliza no deja de impactarme: filosa y negra se dispara a las nubes como un rascacielos.

Una escalerita, de no más de dos metros, marca la entrada a la cueva. Con amplitud de anfiteatro se abre un mundo bajo el monstruo negro. El espacio luminoso termina con una piscina natural, alimentada por el océano de alguna forma subterránea. Parada al borde de la penumbra, me preparo mentalmente para un frío que me duela hasta los huesos.

Una enorme cúpula se abre bajo tierra. Al fondo, una piscina con agua de mar.

Para la otra cueva es indispensable la linterna, porque está en absoluta oscuridad. Me invade una leve sensación de claustrofobia, pero un chiste -malo- de mis compañeros de aventura me la hacen olvidar por completo. Un hilo de luz entra desde otra boca al exterior, pero no alcanza a evitar que tropiece con un corte abrupto en el suelo.

Desde el interior de la segunda cueva.
La luz que entra no alcanza a iluminar ni la décima parte de la cueva.

Mi cabeza se dispara a la historia. ¿Cuántos miles de años hay guardados en la rugosidad de esas paredes? ¿Qué pensó la primera persona que puso un pie acá? ¿Hubo población estable o solo ha sido explotada para el turismo? ¿El agua siempre se mantuvo al mismo nivel? ¿Cuántas más de estas cuevas hay escondidas bajo la inmensidad de la montaña rocosa?

Saliendo de la cueva.
Salir agachados para no dársela en la cabeza

Bonus Track

Nuestro botero está un poco ansioso por llevarnos al próximo destino, pero nosotros no queremos irnos de acá. Él insiste con que la playa es aún mejor, pero yo me niego a creerle. Nico y Javi siguen en el agua, explorando el coral con los snorkels, así que tampoco tenemos demasiadas chances de partir pronto.

Pasado el mediodía finalmente vamos hacía Debutonay. Si ya era poca la información que tenía sobre Black Island, imagínense sobre esta otra isla que me costó 3 o 4 veces entender el nombre. El barco demora unos 15 minutos en llegar pero el ronroneo del motor me va durmiendo como una bebé.

La tranquilidad de Debutonay
Debutonay: la nada misma.

Se está haciendo costumbre esto de la arena blanca y el agua turquesa, tengo miedo que en algún momento deje de sorprenderme. No se escucha nada más que nuestras voces y el mar pegando una y otra vez contra la orilla. Unas hamacas con red de pesca están distribuidas a lo largo de la costa. Estaba todo calculado: llegó el momento de la siesta.

En Debutonay hay hamacas para dormir la siesta.
Momento de relax, ideal para una siestita post almuerzo.

Volver

El botero nos cuenta que esta bajando la marea y deberíamos partir pronto, sino va a ser imposible entrar a Ocam Ocam. La vuelta en bote se me hace eterna. Tal vez porque no quiero regresar, o porque el mar está revuelto y vamos más lento, o porque Debutonay está más lejos de lo que pensaba.

Lo de la marea baja no era un cuento del botero para irse antes a la casa, como sospeché en un momento. Unos 200 metros antes de la costa, apaga el motor y nos tenemos que bajar para seguir caminando. El agua me llega por las rodillas, pero la inestabilidad de la arena me traga paso por medio, mojándome hasta la cadera. En un piso cubierto casi completamente de algas, no ayudan los cuentos de mis compañeros sobre la cantidad de serpientes marinas que hay acá. Gracias chicos, la estoy pasando bárbaro.

El chico del bote maniobrando la salida.
Cuando la marea es baja, se ayudan con grandes palos para mover el bote.

Pero como siempre, hay una recompensa. El sol está cayendo y las palmeras de Ocam Ocam adquieren un tono dorado, regalándome una postal que no habría conseguido de otra manera. Al final, camianar entre arena movediza y serpientes marinas no fue tan terrible.

Ocam Ocam al atardecer.
Cae la tarde en Ocam Ocam

Info útil

Para llegar a Ocam Ocam la mejor opción es alquilar una moto en el pueblo de Corón. Son 70 km que se hacen en una hora y media aproximadamente. La carretera es asfaltada y está muy bien hasta New Busuanga. Después de allí hay que ir prestando mucha atención, porque el cartel blanco que señala la salida hacia Ocam Ocam es muy pequeño, está del lado izquierdo de la ruta y pasa desapercibido, especialmente de noche. De no haber sido por el GPS de mi celular no sé si lo encontrábamos. A partir de ahí, son unos 4 km de camino de tierra atravesando un cerro.

En Ocam Ocam hay diferentes opciones de alojamiento, nosotros nos quedamos en unas cabañas muy sencillas por $500 para dos personas. Sobre la derecha hay un resort bastante más prolijo que no indagué el precio, pero probablemente excedía mi presupuesto. Hay un restorán y un kiosquito para comprar agua y snacks, así que no es indispensable ir con víveres. Los precios son similares a Corón.

Ir a Black Island desde allí es tan sencillo como preguntar a los boteros de la playa. Nosotros éramos 5 y nos cobraron $2500, es decir, $500 cada uno. Tanto en Black Island como en Debutonay se cobra una entrada de $200. Hay opciones de Island Hopping desde Corón que los llevan a estas islas, pero al ser tan lejos no están mucho tiempo. Lo mejor es ir desde Ocam Ocam o Busuanga.  

Les recomiendo llevar su propio equipo de snorkel. Los chicos que viajaban conmigo no tenían y solo había uno a disposición para alquilar por $70.

La playa de Black Island.
Black Island: de las mejores playas que vi hasta ahora en Filipinas.

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