Piropo
‒Hi mammm… pery piutiful, pery piutiful. ‒No tiene más de 8 años y ya aprendió a piropear a las turistas.
Hace unas semanas fue el 8M y la discusión sobre el acoso callejero volvió a poner sobre la mesa las conductas de los hombres en los espacios públicos. Por un momento pienso en contestarle algo, no porque me sienta acosada, sino para desnaturalizar una costumbre de mierda. Pero enseguida entiendo que no es acá donde hay que dar la batalla. No con un nene que apenas llega al metro veinte en una isla perdida de Filipinas. Sonrío y sigo caminando.
Malapascua tiene forma de toallita higiénica y hace poquito empezó a ver algo de turismo internacional. No existen los autos y las calles asfaltadas son contadas. Solo motos y algunas bicicletas se pierden en sus estrechos caminos zigzagueantes. Cada familia desborda de niños que imitan como pueden las imágenes del mundo adulto, un poco por juego y otro tanto por supervivencia. El piropo, sin embargo, parece disminuir a medida que avanza la edad de mi interlocutor. No así la mirada penetrante que escanea cada centímetro de mi cuerpo cuando me pasa por el costado en la moto.

Los pibe’
El sol cae, aunque desde acá no lo vemos porque se esconde del otro lado de la isla. Pero alcanza para disfrutar las pinceladas de rosa y violeta que tiñen por un rato el cielo. La marea baja deja al descubierto cerca de 200 metros de costa y cientos de botes se van a dormir sobre el duro colchón de arena.
Los colores del cielo me hipnotizan y me quedo un rato sentada, mirando la nada y el todo. Como yo, un grupo de adolescentes están sentados contra el muelle. Varios sin remera y cansados, probablemente trabajaron en los barcos todo el día, pescando o en transporte de pasajeros. ¿De qué hablarán los jóvenes en Malapascua? Me gustaría ser una mosquita políglota para chusmear su conversación, pero tendré que conformarme con el escaso lenguaje corporal.
Uno se para y va a buscar algo, se ve que fue un chiste porque todos se ríen. Intento sacarles disimuladamente una foto, pero la luz de enfoque me traiciona y delata mi posición. Me miran, se ríen y alguno grita algo. Los saludo y sigo sacando fotos al atardecer fantasma hasta que se olvidan de mi presencia.
Aunque no entiendo nada de lo que dicen, imagino que en algún momento hablarán de chicas, como todo adolescente en cualquier lugar del mundo. Y ahí me viene la duda, ¿dónde están las adolescentes a esta hora? ¿se juntan a charlar de estos varones por algún lado? Acá, mirando como el cielo se va pintando de azul oscuro, no están.

Ella
El camino de tierra pega una vuelta y comienza el laberinto entre las casas más humildes de Malapascua. Aparentemente hay otra ruta para llegar al centro, más amigable al ojo turista, pero a mí me gusta este. Es un shock de realidad, la otra cara del paraíso.
Patios llenos de gallos y perros, ropa de todos los tamaños colgando de los alambrados o cables, palanganas con agua oficiando de ducha. Y ahí esta ella, como todos los días que paso por acá. Sentada junto al aljibe, torres de ropa se acumulan a uno y otro lado. Parece la oficina de algún burócrata municipal, lleno de expedientes y carpetas que nunca serán resueltos.
No tiene más de 17 años, y cada vez que hago este recorrido ella está en la misma posición. Siempre con torres interminables de ropa para lavar. A unos metros el ¿hermano?, ¿primo?, ¿amigo?, se recuesta sobre una moto mientras se entrega hipnotizado a un juego de celular que es furor entre los jóvenes filipinos.
Pasarela
Son los últimos 200 metros antes de llegar al camino asfaltado, esa plataforma de metro y medio de ancho que quiere ser calle principal en una isla donde los vehículos siempre tienen dos ruedas. Se nota que estoy por entrar a la zona más civilizada porque cada vez hay menos espacio entre las casas. A simple vista no puedo adivinar a qué hogar pertenece cada uno de los niños y niñas que corretean entre recovecos, árboles y nubes de tierra. Varios son muy chiquitos, con pañales y un andar inestable. Mi instinto docente busca desesperada algún adulto que cuide a un chiquito kamikaze: no tiene el menor reparo en tirarse de cabeza adelante de las motos.
Se escuchan los gritos de una mujer desde una casa y por el tono imagino que está rezongando. Otra está en el terreno contiguo haciendo una fogata para quemar basura, práctica habitual y generalizada por estas latitudes. El olorcito a comida me lleva a una de las casas más humildes, con un patio lleno de gallinas y chanchos.
Los hombres de la cuadra están todos sentados en la entrada de una de las casas. Si bien los niños están cerca, no parece que estuvieran prestándoles mucha atención. Concentrados en sus cigarros y conversaciones, les interrumpo el clima cuando desfilo por la pasarela como una intrusa. Claramente esta calle está lejos de la órbita turística.

Pool
Mi cabeza rioplatense automáticamente asume que estarán pasando un partido de fútbol y por eso el tumulto de hombres sin remera y cadáveres de cerveza decorando el murito. Pero al acercarme no veo ninguna tele, el centro de atención de los veinte filipinos son las dos mesas de pool en las que cuatro muchachos se baten a duelo. Es un espacio pura y exclusivamente de hombres, gran detalle delator para esta joven uruguaya que intenta sacar alguna foto.
No importa a la hora que pase, ellos siempre están. Pero el pico de asistencia es en la tardecita, cuando termina el trabajo en los botes. Ya había notado cierto fanatismo por este juego en otros lugares de Filipinas, pero en Malapascua es increíblemente popular. Hay mesas de todos los tamaños y colores, y algunos lugares con más producción tienen música, luces y cantina incluida.
Pegado a las mesas grandes, donde se entretienen los adultos, hay unas réplicas en miniatura donde niños y jóvenes se van moldeando para el día que les toque debutar en las grandes ligas. Las únicas mujeres que hay por la vuelta están atendiendo la cantina o la parrilla de la vereda.
¿Y ellas a qué juegan?
¿Juegan?

Trabajo
‒Hi Maamm… ¿motorbike? ‒me dice el más veterano, despatarrado en su moto y entre bostezos y pitadas al pucho.
Casi nunca acepto las ofertas de transporte, pero mucho menos si vienen con semejante desgano. En esta esquina son cuatro, sentados en las motos o un murito a punto de hacerse escombro. Cada vez que pasa un turista, alguno de los cuatro ofrece sus servicios con el mismo tono que a mí. La playa está a una cuadra y me arrimo a ver el atardecer, pero cada tanto relojeo a los guardianes de la esquina a ver si levantan algún viaje. Pasan los minutos, la media hora, la hora entera, y lo único que cambia es la cantidad de cigarros salpicando el hormigón.
Entre la playa y los amigos de las motos paré a comprar bananas. Un puesto que da a la calle y es atendido por tres mujeres. Parece que es la hora de los mandados porque las doñas no tienen respiro. Las clientas también somos todas mujeres, o en todo caso algún niño que viene a comprar ese medio kilo de arroz que falta para la cena.

El patriarcado se nos mete sutilmente por los poros. Lo hace disimulado y en cualquier rincón del mundo. Por eso para que caiga, primero hay que verlo.
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