Koh Lanta en tres toques: el deporte derribando muros

Incomodidad

Publico la nota y cierro la computadora; me duelen los ojos y la espalda. El clima lluvioso, gris y pesado se me mete en el cuerpo e irradio desgano y apatía. “Que día choto” pienso, y miro que el reloj marca las tres de la tarde. No da para ir a la playa, pero tampoco tengo ganas de manejar hasta el pueblo antiguo, que sigo sin conocer. Necesito despejar la cabeza, así que me subo a la moto y arranco en sentido contrario a lo que me marca la costumbre de la última semana.

Koh Lanta son dos islas hermanas al sur de Tailandia. Koh Lanta Yai es la turística, donde están las playas hermosas, los 7-eleven, bares con ofertas occidentales y agencias de turismo como hormigas una al lado de la otra. Koh Lanta Nai ni siquiera figura en muchos mapas que distribuyen estas agencias, solamente viven locales y ante mi particular insistencia, recibo siempre la misma respuesta: allí no hay nada para ver. Con una mezcla de inconformismo y rebeldía, decido cruzar el puente para ir a investigar la nada.

Por la ruta difícilmente encuentre algo interesante, así que empiezo a zigzaguear los caminos secundarios. Encuentro un grupo de hombres subastando gallos de pelea y me quedo un rato para entender la dinámica, aunque no me interesa mucho. ¿Dónde están las mujeres? El recuerdo de la riña de gallos en Bali renace inevitablemente, así como el rol invisible y ninguneado que ocupan las mujeres en esa sociedad.

Siguiendo con el paralelismo, imagino que ellas también estarán en la casa cocinando o cuidando de la familia, mientras ellos se dedican a apostar todo lo que tienen, y a veces más. Vuelvo a la moto y sigo camino, necesito que el viento me pegue en la cara y dejar de pensar en desigualdades que no puedo cambiar

subasta gallos
De alguna manera juzgan la calidad del gallo a la distancia y se les van asignando puntajes.

Sorpresa y oportunidad

Paso rápidamente por la entrada de un centro educativo: entre la velocidad de la moto y mi dispersión mental, apenas distingo la red de voleibol y el grupo de mujeres que empiezan a organizarse. Me lleva un par de kilómetros procesar la imagen y pegar la vuelta. Si éstas mujeres van a jugar al vóley, quiero mirar. O mejor dicho: quiero jugar.

Estaciono la moto lejos del resto, sonrío, saludo y me siento en el pasto. Al ratito, una pelota se va larga y viene hacia mí. Me gustaría hacer el clásico chiste de “la pelota busca a la jugadora”, pero intuyo que no me van a entender y me limito a devolverla con un lanzamiento firme y preciso.

Las polleras, sandalias y hiyabs construyeron en mi imaginario la figura de ama de casa con una vida bastante sedentaria. Sin embargo, la mitad de estas señoras juegan así vestidas y de sedentarias no tienen nada. Aunque las mejores jugadoras se distinguen fácilmente por las zapatillas y pantalones deportivos, hasta la más doña se defiende.

Un tercer equipo espera afuera y dos chicas salen a trotar para entrar en calor. Hace tiempo me da la sensación que los hiyabs resaltan las sonrisas: la de ella es grande, blanca y radiante a 40 metros de distancia. Me hace la inconfundible seña de que la acompañe a trotar y allá voy con mis pies descalzos, porque no concibo la idea de hacer deporte con chancletas, aunque acá sea moneda corriente.

Termina el partido que estaba en juego y la chica de la sonrisa radiante se saca el hiyab, dejando al descubierto un pelo negro y grueso, atado sobre la nuca con una colita de caballo. Tiene una remera dry-fit, pantalón y calzado deportivo: “debe ser de las buenas”, pienso.

Mientras mi nueva amiga se pone a jugar con la pelota, siento un montón de miradas que me señalan, ceños fruncidos y gestos de desconfianza. Me parece fascinante cómo, aún no entendiendo una sola palabra de tailandés, me hago una idea del diálogo que están teniendo. O por lo menos juego a adivinarlo, y en mi cabeza pasa algo así:

—¿Y esta mina de dónde salió? —empieza la líder natural del grupo, con la mirada cortante y movimientos bruscos.

—No sé, estará perdida… pero si quiere jugar que juegue —le dice una de las más jóvenes

—¿Y si juega horrible? ¿Quién la conoce? Aparte, tiene que pagar —responde la líder ruda, sosteniendo la peor cara de bruja malvada que me pusieron en 28 años de vida.

—Es turista, seguro puede pagar. Y si es mala la sacamos y listo

Parece que llegaron a un veredicto porque se me acerca una de las más jóvenes, y en un inglés muy básico me explica la situación:

—¿Pagar 10 bath?

—Si claro, no hay problema —le contesto con alivio.

—Empezar juego, cambiar con amiga —y me señala a una señora sentada en el pasto.

—Ok, juguemos

partido de voley mujeres en koh lanta
Cambiará la ropa, el calzado y hasta el estilo, pero hay una esencia del deporte que traspasa cualquier límite cultural.

Derribando muros (a pelotazos)

Empieza sacando la mejor jugadora de ellas, vestida con una camiseta amarilla y azul de algún equipo en serio. Tiene técnica, fuerza y coordinación para el golpe y el salto. De hecho, creo que es la única que se despega más de diez centímetros del suelo. Lanza la bola al aire, salta y dispara: tal como lo presentía, la pelota viene directo a mí y por un segundo temo lo peor.

La técnica de vóley la aprendí de chica, y aunque no jugué nunca más, confío ciegamente en la memoria de un cuerpo vinculado al deporte desde que aprendió a caminar.  Flexiono las rodillas y junto las manos con los antebrazos estirados mirando al cielo: la pelota viene con potencia, pero logro amortiguarla y sale hermosamente hacia arriba y adelante, perfecta para el armado contra la red.

Mis compañeras de equipo, las rivales y las que están afuera, gritan con euforia apenas ven que mi recepción es buena, un chillido que parece de alegría y descarga a la vez. Alguna aplaude, la bruja malvada afloja el entrecejo y se ríe cómplice con otra que estaba afuera y la jovencita del inglés rústico me levanta su pulgar izquierdo: estamos bien.

Alternando buenas y malas, el partido transcurre con mucho grito, golpes poco ortodoxos, algunas tomadas de pelo y muchísimas risas. Caras, miradas y gestos hablan por medio de una pelota tricolor que se chamusca a piñazos desde uno y otro lado de la red.

Una pelota se me va larga y el partido termina con derrota, aunque hoy me declaro victoriosa:

que la apatía se transforme en ganas de vivir a pleno;

que la desconfianza decante en risas y miradas cómplices;

que las diferencias no sirvan más que para potenciar nuestras similitudes.

Hay un montón de maneras para hacerlo, pero definitivamente el deporte es una de ellas.

Los 10 bath nunca me los aceptaron.

Fin de algo que fue mucho más que juego, me llevo tremenda experiencia.

¿Te interesa la combinación de viajes y deportes? ¡No te pierdas la crónica que escribí sobre la NBA en Nueva York!