Primero no le creí. Pensaba que era un problema lejano y exclusivo de los chinos, aunque aquel enero de 2020 andaba por el norte de Tailandia y la geografía se me mataba de risa en la cara. Después vino la ansiedad por cruzar fronteras a tiempo, entrar a Australia y no quedar atrapada en vericuetos migratorios. Y por último apareció el miedo, los muertos que se apilaban en hospitales de primer mundo y la amenaza histórica al hombre blanco, rico y privilegiado. Cayó Tom Hanks, Boris Johnson y el delirio cinematográfico mutó en real. En casi todos los rincones del planeta empezamos a vivir en carne propia una película apocalíptica de bajo costo, buscando desesperados que un director petiso, con boina escocesa y chaleco cazador marque el fin de la escena. Pero ni el petiso ni la boina ni el grito de corte llegaron, y nos entregamos a la pandemia como un bebé cagado al cambio de pañal.
Las restricciones variaron mucho dependiendo el país e incluso región, pero en mayor o menor medida la pandemia nos alejó del espacio público. Meses sin pisar un bar, un recital o una juntada con amigues. Lo virtual se hizo costumbre y, extrañamente, quienes tenemos la mayoría de los afectos del otro lado del planeta, nos sentimos un pelín más cerca. Los tapabocas pasaron a ocupar el círculo de privilegio lentes-llaves-celular y la paranoia se nos subió a la cabeza: cualquier estornudo o picazón de garganta era alarma suficiente para que nos dejemos arañar las neuronas por un cotonete extra-large.
El tiempo y las vacunas diluyeron la psicosis y el COVID lentamente fue quedando atrás en nuestro mapa mental de preocupaciones. A pesar de estar viviendo en la ciudad con la cuarentena más larga del mundo, todo estaba volviendo a la normalidad. Justo el viernes ya no se necesitaba usar tapaboca en la mayoría de los lugares cerrados. Justo el viernes se terminaban los topes en aglomeraciones y establecimientos. Justo el viernes, después de 20 meses creyéndome intocable, la gambeta al COVID me quedó corta y el testeo fue positivo.

En este preciso momento, en La Casa de las Luces vivimos 8 personas y media: un amigo que vino de visita a parar en el sillón con menos timing que defensa uruguayo jugando en la altura. Agustín fue el primero en caer, aunque no le dimos pelota cuando avisó que se sentía mal y se iba a testear. Durante estos 20 meses vivimos tantos amagues de COVID que, como en el cuentito del pastor mentiroso, ya no caíamos en sus advertencias de baja probabilidad. Pero esta vez el pastor decía la verdad, Agus confirmó el positivo y a partir de ese momento comenzó la carrera por identificar al siguiente infectade.
Era tanta la ansiedad para esperar los resultados oficiales que compramos los test rápidos se consiguen en cualquier supermercado de Australia. Sentados en el living sin respetar mucha distancia, iniciamos el testeo grupal como un ritual de iniciación a alguna secta adolescente. Yo leía las instrucciones del panfleto como si fueran las reglas de un juego de mesa y completamos el chequeo para descubrir, carcajadas irresponsables mediante, quienes eran los siguientes en ceder al virus más famoso del año.
—Una cosa es sospechar que podés tener COVID y otra es que te lo confirmen… ¿no?
Mer leyó mi cara con la precisión que solo las amistades más íntimas pueden alcanzar. No era ni preocupación ni miedo, sino la confirmación de que la película todavía no terminó. Está pasando; ahora, acá y entre nosotres.
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