Casa tomada en Bali

—Ah, para que sepas. Hay un día que “la casa cumple años”, o algo así. Va a venir mi suegra a hacer una ofrenda. Nada de lo que tengas que preocuparte. Después te confirmo bien cuando es.

Estábamos haciendo la recorrida por la casa, pero a la dueña de casa lo único que le importaba eran las indicaciones para Kopi: el perro que quedaría a mi cargo por las próximas tres semanas a cambio de alojamiento. Tal vez ni siquiera ella sabía de qué iba el homenaje. O no le importaba mucho.

Casi todos los días viene un muchacho a dejar las ofrendas en el frente de la casa, la piscina y la cocina. La elección de los lugares me genera ciertas inquietudes, pero como no habla una gota de inglés elijo guardarme las preguntas. Ayer vino de nuevo y además de las ofrendas trajo unas telas para decorar el frente de la casa y una mesa.

La ceremonia es hoy y me desperté con una mezcla de adrenalina, curiosidad y confusión: no tengo idea que esperar. Sin embargo, el día parece esfumarse sin noticias de la suegra. Por un momento pienso que se habrán confundido y hoy no pasará nada.

Cae la tarde y mientras salgo de la ducha los ladridos de Kopi me confirman lo que estuve esperando todo el día. Pero apenas bajo la escalera no puedo ocultar mi sorpresa: la suegra no vino sola.

Hombres aprontando la ceremonia

Cinco o seis mujeres, otros tantos hombres y varios niños y niñas; todos vestidos de blanco. Mientras los hombres se sientan a fumar un cigarro contra el muro, las mujeres van y vienen organizando las ofrendas. Torres de manzanas y naranjas, inciensos, bandejitas armadas con hojas, flores, líquidos misteriosos y frascos con agua parecen tener un lugar específicamente designado en el patio de la casa.

Me siento como en un programa de televisión, en ese momento que apagan la cámara y en treinta segundos cambian toda la escenografía. Cada una sabe lo que tiene que hacer y en minutos ya está todo armado.

—¿Vos sos la que está cuidando al perro? —me pregunta una de las señoras mirando a Kopi con cierto desprecio.

—Sí, sí. Franca, un gusto.

—Ah… okey. Yo soy la mamá de Gabriel— Me quedo esperando algún tipo de explicación sobre lo que está pasando, pero no se da por aludida.

—Emm… Disculpa. ¿Qué es bien todo esto?

Me mira con la misma cara que a Kopi segundos antes.

—Una ceremonia.

Me da la sensación que quedé en el medio de una tensión suegra-nuera de la que no me interesa formar parte. Ahora entiendo un poco más por qué Kopi no se quedó con esta señora. Los cortocircuitos intrafamiliares son independientes de las culturas y fronteras.

Un señor mayor parece ser el jefe de la familia y es quien lleva adelante la ceremonia. Sentado en la mesa llena de ofrendas sigue pasos muy concretos, aunque para mí sean indescifrables.

El jefe de la familia en la mesa principal.
El señor es quien dirige la ceremonia.

Es la primera vez que tengo un encuentro cercano con el hinduismo balinés y todo es nuevo. El señor toca una campana mientras dirige su mirada a uno de los altares en la esquina del patio. Al principio no me molesta, pero después de 10 o 15 segundo cada campanazo es un cuchillazo al tímpano. La señora que parece su esposa, camina de un lado para otro moviendo los brazos y murmurando rezos.

La señora muy concentrada.
Reina el silencio y la concentración.

Todos los demás están sentados alrededor, de piernas cruzadas y en silencio. De repente la señora se acerca al altar y recoge un recipiente con agua. Lentamente va uno por uno y los moja usando unas flores que se llevarán como souvenir enrredadas en el pelo.

Momento de rezo.
Todos los demás están sentados al rededor de la mesa principal, de piernas cruzadas y guardando silencio.

Cuando termina la recorrida, dos mujeres y un hombre pasan al frente y rocían el piso con unos líquidos que, si me apuras, juraría son vinagre y salsa de soja. Probablemente porque los contenedores son recipientes de condimentos, pero no me extrañaría tampoco.

Fin de la ceremonia.
Sobre el cierre de la ceremonia se acercaron otros tres participantes.

Con un campanazo final cierra la ceremonia. Desarman la escenografía todavía más rápido de lo que la armaron. Las ofrendas, tan trabajadas y preciosas, van directo al tacho de la basura. Desaparecen todos juntos, igual que como llegaron.

Me siento en el escalón de entrada a ver algunas flores que cayeron de las ofrendas: única huella de lo que acaba de pasar. Se prenden las luces del cine y me quedo en la butaca, intentando entender si la película me encantó o no la entendí.