Sobre el final de nuestro viaje por Tailandia, con Mer nos propusimos conocer el pueblo de Pai y recorrer en motocicleta las 762 curvas que la separan de Chiang Mai. Si bien habíamos manejado motos en las islas del sur, sabíamos que el desafío ahora tendría otro tenor.
Podría empezar diciendo que de Chiang Mai a Pai son 130 kilómetros de ruta. O más asiáticamente, que el tiempo estimado en vehículo motorizado es de 3 horas. Sin embargo, el dato que atraviesa cualquier intento de embarcarse en la travesía, es que entre Chiang Mai y Pai hay 762 curvas.
Cuellito, remera de manga larga, buzo de algodón y rompevientos: no hacen falta ni 10 km para entender que estamos excesivamente desabrigadas. No somos ningunas expertas en el clima de las 7 de la mañana y mucho menos en motocicletas o montañas. “Más lento, tengo frío” me suplica Mer de atrás y los cálculos del tiempo estimado empiezan a hacer agua.

A los 30 km nos despedimos del malón de camiones, caballos y motos para tomar la carretera 1095 y darnos de frente contra el telón montañoso. Aparecen algunas aldeas salpicando el entorno mientras avanzamos por curvas sutiles y espaciadas. ¿Quedan 760 entonces? ¿758? ¿O la cuenta arranca cuando viene una atrás de otra? Sé que esto es apenas un aperitivo: más adelante en el mapa hay tramos donde la ruta parece el hilo que mi abuela dejaba enrollado en el piso cuando tejía preparando el invierno.
No sé si de verdad hace tanto frío o son los meses acostumbrada a la humedad pegajosa del Sudeste Asiático, pero la realidad es que me duele el pecho y ya no siento los dedos. ¿No es peligroso manejar una moto sin sensibilidad en las manos? Aprovecho un tramo recto y manejo con la derecha para calentar la mano izquierda entre las piernas. Intento hacer lo mismo con la otra, pero la moto se frena y Mer me putea del susto. “Si soltás el puño derecho, soltás el acelerador, genia” repito para mis notas mentales de novel motorista.
Veo un café abierto y propongo una parada técnica, aprovechar el solcito de las 9 de la mañana y bombear flujo sanguíneo a las extremidades. Esperaba estar a mitad de camino, pero a duras penas pasamos el tercio.

Nunca jugué al beisbol, pero gracias a las películas conozco las máquinas disparadoras de pelotas que se usan en los entrenamientos. Algo así siento en la ruta, que no para de escupir curvas y contracurvas al borde del precipicio y yo las atajo como puedo. De todas formas, sé que es mejor esto a que venir en auto. Primero pasamos un cartel con un muñequito vomitando y después una camioneta estacionada con dos chicas alimentando la naturaleza.
Llega un punto que entiendo el juego: frenar un poquito antes de cada curva y volver a acelerar cuando estoy en la mitad de la vuelta. Cualquier movimiento en falso puede desafinar, pero una vez que entro en ritmo se transforma en una melodía en la que todos los componentes se entienden a la perfección. La moto, Mer y yo, somos un único cuerpo danzando por una pista a la que finalmente le encontramos el tono.
Al electrocardiograma de asfalto lo acompaña un paisaje que recién ahora puedo disfrutar: valles con mil paletas de verde, picos desordenados, quebradas vertiginosas y un cielo al que le soplaron todas las nubes.
El placer por empezar la bajada se desdibuja cuando el sol queda escondido atrás de la montaña. Las últimas 150 curvas son otra vez con cuchillazos helados en nariz, cachetes y manos, pero sabiendo que estamos llegando. Empezamos a ver el pueblo a lo lejos, adivinando si aquello blanco es el Buda gigante o una ilusión de nuestros ojos achinados y llenos de tierra.
Pai nos recibe pasadas las 11 de la mañana y su calidez es la ducha de agua caliente después de una tormenta en bicicleta. Me gustan los lugares que saben recompensar el esfuerzo de encontrarlos.

Después de este viaje experimental hicimos un roadtrip de una semana por los alrededores de Chiang Rai. Si te copaste con la histria, ¡no te pierdas este post!
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